La leyenda de Mahaduta
Un rico joyero invitó a un monje a viajar con él y tuvo la oportunidad de oír
el Dharma.
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La gente crea sus propios destinos a través de sus
acciones. |
Hace mucho tiempo, en la India, vivió
un joyero muy rico, de nombre Pandú. Cierto día en que se dirigía en su
carruaje hacia la ciudad de Varanasi, Pandú se regocijaba por la bonanza del
tiempo, recién refrescado por una tormenta, y sobre todo por el dinero que iba
a conseguir al día siguiente vendiendo las joyas en el mercado.
Mirando hacia adelante, Pandú observó
un monje caminando lentamente por un lado de la carretera. El monje caminaba
con pasos firmes y espalda erguida; había algo en él que irradiaba paz y
fortaleza interior. Pandú pensó: ―Si ese monje va a Varanasi, le pediré si
quiere viajar conmigo. Parece un santo y yo he oído que la compañía de hombres
santos siempre trae buena suerte‖. Así que dio órdenes a su fortachón esclavo,
llamado Mahaduta, de parar los caballos.
—Venerable Maestro del Dharma —dijo
Pandú, abriendo la puerta de su carruaje—. ¿Puedo ofrecerle transporte hasta
Varanasi?
—Viajaré contigo —contestó el monje—,
si comprendes que no puedo pagarte, pues no tengo posesiones materiales. Lo
único que puedo ofrecerte es Dharma. —Acepto sus condiciones —dijo el joyero,
que siempre pensaba como si estuviese negociando. Y así invitó al monje a
entrar en su carruaje.
Durante el viaje, el monje, cuyo nombre
era Narada, le habló del karma, que es la ley de causa y efecto.
—La gente crea sus propios destinos a través de sus
acciones—dijo Narada—. Buenas acciones generan de un modo natural buena
fortuna, mientras que quienes cometen maldades acaban pagando por ellas tarde o
temprano.
Pandú se encontraba a gusto con su
compañero.
Le gustaba oír cosas con sentido, pues
él era un hombre muy práctico, y también tenía raíces buenas y profundas en el Dharma,
¡aunque esto último él no lo sabía!
El joyero ordena a su esclavo volcar un carromato cargado de arroz, y el
Maestro del Dharma se lo reprocha sin éxito.
-Pandú, el joyero, interrumpió
ásperamente a Narada cuando su carruaje se paró en mitad de la carretera.
—¿Qué ocurre? —gritó irritado a su
esclavo Mahaduta—. ¡No hay tiempo que perder! Varanasi estaba aún diez millas
de distancia, y el sol se estaba poniendo por el Oeste.
—Es el carromato de un estúpido
agricultor en medio de la carretera —vociferó el esclavo.
El monje y el joyero abrieron las
puertas del carruaje y se asomaron para ver lo que ocurría. Un poco más
adelante, y bloqueando la carretera, había un carromato cargado de sacos de
arroz. La rueda derecha yacía averiada en una zanja. El agricultor estaba
sentado en el suelo intentando reparar una pezonera rota.
—¡Yo no puedo esperar! ¡Mahaduta!
—gritó Pandú—. ¡Aparta su carromato!
El campesino se levantó de un salto
para protestar y Narada se volvió hacia Pandú para pedirle que pensase otro
modo de resolver la situación.
Pero antes de que nadie pudiese decir una palabra,
el fortachón Mahaduta ya había saltado de su asiento, y arremetiendo contra el
carromato del agricultor, lo empujó dentro de la zanja. Varios sacos de arroz
cayeron en el barro. El agricultor se fue corriendo y chillando hacia Mahaduta,
pero se frenó al darse cuenta de que el esclavo le doblaba en tamaño y fuerza.
Sonriendo maliciosamente, Mahaduta levantó su puño; estaba claro que habría
disfrutado dando una paliza al campesino si su amo no tuviese tanta prisa. Al
mismo tiempo que el esclavo volvía a su asiento y retomaba las riendas del
carruaje, el monje se bajó a la carretera, y dirigiéndose a Pandú le dijo:
—Estoy descansado y en deuda contigo
por haberme llevado durante una hora, y qué mejor modo de saldar esta deuda que
ayudando a este desafortunado agricultor al que tú has maltratado. Al hacerle
daño, puedes dar por seguro que un daño similar te ocurrirá a ti. Así que, tal
vez, si le ayudo puedo hacer que tu deuda con él no sea tan grave. Puesto que
además el agricultor fue un familiar tuyo en una vida previa, tu karma y el
suyo están atados de una manera mucho más fuerte de lo normal.
El joyero estaba sorprendido. No estaba
acostumbrado a que lo regañaran, ni siquiera con la amabilidad con que el monje
lo había hecho. Pero lo que más le molestó fue la idea de que él, Pandú, un
joyero con grandes riquezas, pudiese estar de algún modo relacionado con un
agricultor del arroz. —¡Eso es imposible! —replicó a Narada.
Narada esbozó una sonrisa y dijo:
—A veces la gente más inteligente no
alcanza a reconocer las verdades más básicas de la vida. Pero yo intentaré
protegerte contra el daño que te has hecho a ti mismo.
Molesto por estas palabras, Pandú hizo
una señal vehemente con su mano para que el esclavo pusiese el carruaje en
marcha.
Al oír el Dharma, el agricultor comprendió la ley de causa y efecto.
Devala, el agricultor, ya se había
sentado de nuevo en el suelo, a un lado de la carretera, intentando reparar de
nuevo la rueda. Narada lo saludó inclinando su cabeza y empezó a empujar el
carromato fuera de la zanja. Devala se levantó de un salto para ayudarlo, pero
se dio cuenta de que el monje tenía mucha más fuerza de lo que se podía esperar
de una persona de complexión tan ligera. El carromato estaba de nuevo en la
carretera incluso antes de que Devala la hubo cruzado. ―Este monje debe ser un
santo‖, pensó Devala en silencio. ―Dioses y espíritus, invisibles protectores
del Dharma, deben ayudarlo. Tal vez él pueda explicarme por qué hoy mi suerte
ha dado un giro a peor‖.
Los dos hombres cargaron los sacos de
arroz que Mahaduta había tirado en la zanja, y entonces, al mismo tiempo que Devala
se sentaba de nuevo a arreglar la rueda, preguntó:
—Venerable Maestro del Dharma, ¿puede
explicarme por qué he tenido que sufrir semejante injusticia por parte de ese
rico tan arrogante a quien nunca había visto antes? ¿Es esto razonable?
Narada contestó: —Lo que has sufrido
hoy no es realmente una injusticia. Has recibido el pago exacto por el daño que
tú causaste al joyero en una vida previa.
El agricultor dijo asintiendo:
—He oído a gente decir este tipo de
cosas antes, pero nunca he sabido si creerlas o no.
—No es algo muy difícil de creer—dijo
el monje—. Nos convertimos en lo que hacemos.
Si haces buenas cosas, serás buena persona de un
modo natural, y cosas buenas le ocurrían naturalmente. Lo mismo sucede con las
maldades. Actos malvados crean malas personalidades y vidas desafortunadas.
Todas las cosas que has pensado, dicho y hecho crean la clase de persona que
eres ahora, y también contienes las semillas de lo que serás en el futuro. Esta
es la ley de causa y efecto, la ley del karma.
—Tal vez sea así—dijo Devala—, pero yo
no soy una mala persona, y ¡mira lo que me ha ocurrido hoy!
Narada le preguntó:
—Sin embargo, ¿no es cierto que tú
habrías hecho lo mismo al joyero si él hubiese sido el que bloquease la
carretera y tú el que llevase un conductor tan bravucón?
Las palabras del monje hicieron que
Devala enmudeciese. Se dio cuenta de que hasta el momento en que Narada apareció
para ayudarlo, su mente había estado llena de pensamientos de venganza.
Exactamente lo que Narada había dicho es lo que él había estado pensando:
―Ojalá hubiese sido él quien volcase el carruaje del joyero para después poder
reanudar el viaje con orgullo mientras el ricachón se quedaba revolcado en el
lodo‖.
—Sí, Maestro del Dharma —admitió—. Es
verdad.
Los dos hombres permanecieron en
silencio hasta que la pezonera estaba lista y la rueda montada de nuevo en el
carromato. El campesino seguía cavilando en las palabras del monje. Aunque
Devala no había ido nunca a la escuela, él era un hombre muy pensativo y
siempre intentaba descubrir el porqué de las cosas y las razones detrás de los
sucesos.
De repente dijo:
—¡Pero esto es terrible! Ahora que el
joyero me ha hecho daño, yo tendré que hacerle algo malo a él. Entonces él me
lo devolverá, y yo volveré a herirle. ¡Y esto nunca acabará!
—No, no tiene por qué ser así —dijo Narada—. La
gente tiene el poder de hacer cosas buenas y cosas malas. Encuentra un modo de
pagar a este joyero tan orgulloso con ayuda en lugar de pagarle con daño.
Entonces el ciclo se romperá.
Devala asintió dudosamente a la vez que
subía a su carromato. Creía lo que el monje le había dicho, pero no veía como
iba a tener la oportunidad de seguir sus consejos.
¿Cómo iba a ser posible que él, un
pobre campesino, pudiese ayudar a un hombre tan rico? Invitó a Narada a
sentarse junto a él y tomó las riendas del caballo.
El caballo apenas había empezado a
caminar cuando se paró de repente.
—¡Una serpiente en la carretera! —gritó
Devala—. Pero Narada, mirando más atentamente, vio que no era una serpiente,
sino una bolsa. Bajó del carro y la recogió. Era muy pesada pues estaba llena
de oro.
—La reconozco. Pertenece a Pandú, el
joyero —dijo el monje—. La llevaba entre sus piernas en el carruaje.
Debe habérsele caído al abrir la puerta
para intentar a verte. ¿No te dije que su destino estaba unido al tuyo?
Dándole la bolsa a Devala le dijo:
—Aquí tienes la oportunidad de cortar
las ataduras de violencia y venganza que te atan al joyero.
Cuando lleguemos a Varanasi, vete a la
posada donde se hospeda y devuélvele el dinero.
Él pedirá perdón por lo que te hizo,
pero tú dile que no guardas ningún rencor y que le deseas lo mejor. Y escucha
atentamente, vosotros dos sois muy parecidos, y ambos prosperaréis o
fracasaréis juntos dependiendo de vuestras acciones.