LA ALEGORIA DEL CARRUAJE
Jorge BUCAY.
Jorge BUCAY.
Un día de
octubre, una voz familiar en el teléfono me dice:
-Sal a la
calle que hay un regalo para ti.
Lo peor es perderse uno mismo mientras quiere demasiado a alguien. |
Entusiasmado,
salgo y me encuentro con el regalo. Es un precioso carruaje estacionado justo,
justo, frente a la puerta de mi casa. Es de madera de nogal lustrada, tiene
herrajes de bronce y lámparas de cerámica blanca, todo muy fino, muy elegante,
muy "chic". Abro la portezuela de la cabina y subo. Un gran asiento
semicircular forrado en pana bordó y unos visillos de encaje blanco le dan un
toque de realeza al cubículo. Me siento y me doy cuenta que todo está diseñado
exclusivamente para mí, está calculado el largo de las piernas, el ancho del
asiento, la altura del techo... todo es muy cómodo, y no hay lugar para nadie
más.
Entonces
miro por la ventana y veo "el paisaje": de un lado el frente de mi
casa, del otro la casa de mi vecino... y digo: "¡¡Qué bárbaro este regalo!!"
Y me quedo un rato disfrutando de esa sensación.
Al rato
empiezo a aburrirme; lo que se ve por la ventana es siempre lo mismo.
Me
pregunto: "¿Cuánto tiempo uno puede ver las mismas cosas?" Y empiezo
a convencerme de que el regalo que me hicieron no sirve para nada.
De eso me
ando quejando en voz alta cuando pasa mi vecino que me dice, como adivinándome:
-¿No te das cuenta que a este carruaje le falta algo?
Yo pongo
cara de “qué-le-falta” mientras miro las alfombras y los tapizados.
-Le
faltan los caballos - me dice antes de que llegue a preguntarle.
Por eso
veo siempre lo mismo -pienso-, por eso me parece aburrido.
-Cierto -
digo yo.
Entonces
voy hasta el corralón de la estación y le ato dos caballos al carruaje.
Me subo
otra vez y desde adentro les grito:
-¡¡Eaaaaa!!
El
paisaje se vuelve maravilloso, extraordinario, cambia permanentemente y eso me
sorprende.
Sin embargo,
al poco tiempo empiezo a sentir cierta vibración en el carruaje y a ver el
comienzo de una raja en uno de los laterales.
Son los
caballos que me conducen por caminos terribles; agarran todos los pozos, se
suben a las veredas, me llevan por barrios peligrosos.
Me doy
cuenta que yo no tengo ningún control de nada; los caballos me arrastran a
donde ellos quieren. Al principio, ese derrotero era muy lindo, pero al final
siento que es muy peligroso.
Comienzo
a asustarme y a darme cuenta que esto tampoco sirve.
En ese
momento veo a mi vecino que pasa por ahí cerca, en su auto. Lo insulto:
-¡Qué me
hizo!
Me
grita:-¡Te falta el cochero!
-¡Ah! -
digo yo.
Con gran
dificultad y con su ayuda, freno los caballos y decido contratar un cochero. A
los pocos días asume funciones. Es un hombre formal y circunspecto con cara de
poco humor y mucho conocimiento.
Me parece
que ahora sí estoy preparado para disfrutar verdaderamente del regalo que me
hicieron. Me subo, me acomodo, asomo la cabeza y le indico al cochero a dónde
ir.
Él
conduce, él controla la situación, él decide la velocidad adecuada y elige la mejor
ruta.
Yo... Yo
disfruto el viaje.
"Hemos
nacido, salido de nuestra casa y nos hemos encontrado con un regalo: nuestro
cuerpo.
A poco de
nacer nuestro cuerpo registró un deseo, una necesidad, un requerimiento
instintivo, y se movió. Este carruaje no serviría para nada si no tuviera
caballos; ellos son los deseos, las necesidades y los afectos.
Todo va
bien durante un tiempo, pero en algún momento empezamos a darnos cuenta que
estos deseos nos llegaban por caminos un poco arriesgados y a veces peligrosos,
y entonces tenemos necesidad de sofrenarlos. Aquí es donde aparece la figura
del cochero: nuestra cabeza, nuestro intelecto, nuestra capacidad de pensar
racionalmente.
El
cochero sirve para evaluar el camino, la ruta. Pero quienes realmente tiran del
carruaje son tus caballos.
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