18 jun 2015

18 Junio



LA ALEGORIA DEL CARRUAJE
Jorge BUCAY.



Un día de octubre, una voz familiar en el teléfono me dice:

-Sal a la calle que hay un regalo para ti.
Lo peor es perderse uno mismo mientras quiere demasiado a alguien.
 Entusiasmado, salgo y me encuentro con el regalo. Es un precioso carruaje estacionado justo, justo, frente a la puerta de mi casa. Es de madera de nogal lustrada, tiene herrajes de bronce y lámparas de cerámica blanca, todo muy fino, muy elegante, muy "chic". Abro la portezuela de la cabina y subo. Un gran asiento semicircular forrado en pana bordó y unos visillos de encaje blanco le dan un toque de realeza al cubículo. Me siento y me doy cuenta que todo está diseñado exclusivamente para mí, está calculado el largo de las piernas, el ancho del asiento, la altura del techo... todo es muy cómodo, y no hay lugar para nadie más.

Entonces miro por la ventana y veo "el paisaje": de un lado el frente de mi casa, del otro la casa de mi vecino... y digo: "¡¡Qué bárbaro este regalo!!" Y me quedo un rato disfrutando de esa sensación.

Al rato empiezo a aburrirme; lo que se ve por la ventana es siempre lo mismo.

Me pregunto: "¿Cuánto tiempo uno puede ver las mismas cosas?" Y empiezo a convencerme de que el regalo que me hicieron no sirve para nada.

De eso me ando quejando en voz alta cuando pasa mi vecino que me dice, como adivinándome: -¿No te das cuenta que a este carruaje le falta algo?

Yo pongo cara de “qué-le-falta” mientras miro las alfombras y los tapizados.

-Le faltan los caballos - me dice antes de que llegue a preguntarle.

Por eso veo siempre lo mismo -pienso-, por eso me parece aburrido.

-Cierto - digo yo.

Entonces voy hasta el corralón de la estación y le ato dos caballos al carruaje.

Me subo otra vez y desde adentro les grito:

-¡¡Eaaaaa!!

El paisaje se vuelve maravilloso, extraordinario, cambia permanentemente y eso me sorprende.

Sin embargo, al poco tiempo empiezo a sentir cierta vibración en el carruaje y a ver el comienzo de una raja en uno de los laterales.

Son los caballos que me conducen por caminos terribles; agarran todos los pozos, se suben a las veredas, me llevan por barrios peligrosos.

Me doy cuenta que yo no tengo ningún control de nada; los caballos me arrastran a donde ellos quieren. Al principio, ese derrotero era muy lindo, pero al final siento que es muy peligroso.

Comienzo a asustarme y a darme cuenta que esto tampoco sirve.

En ese momento veo a mi vecino que pasa por ahí cerca, en su auto. Lo insulto:

-¡Qué me hizo!

Me grita:-¡Te falta el cochero!

-¡Ah! - digo yo.

Con gran dificultad y con su ayuda, freno los caballos y decido contratar un cochero. A los pocos días asume funciones. Es un hombre formal y circunspecto con cara de poco humor y mucho conocimiento.

Me parece que ahora sí estoy preparado para disfrutar verdaderamente del regalo que me hicieron. Me subo, me acomodo, asomo la cabeza y le indico al cochero a dónde ir.

Él conduce, él controla la situación, él decide la velocidad adecuada y elige la mejor ruta.

Yo... Yo disfruto el viaje.

"Hemos nacido, salido de nuestra casa y nos hemos encontrado con un regalo: nuestro cuerpo.

A poco de nacer nuestro cuerpo registró un deseo, una necesidad, un requerimiento instintivo, y se movió. Este carruaje no serviría para nada si no tuviera caballos; ellos son los deseos, las necesidades y los afectos.

Todo va bien durante un tiempo, pero en algún momento empezamos a darnos cuenta que estos deseos nos llegaban por caminos un poco arriesgados y a veces peligrosos, y entonces tenemos necesidad de sofrenarlos. Aquí es donde aparece la figura del cochero: nuestra cabeza, nuestro intelecto, nuestra capacidad de pensar racionalmente.

El cochero sirve para evaluar el camino, la ruta. Pero quienes realmente tiran del carruaje son tus caballos.

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